Hubo una
gran batalla en el Cielo” (Ap 12, 7). Lucha entre ángeles y demonios, lucha de
la luz contra las tinieblas, de la fidelidad contra la soberbia, de la humildad
y el orden contra el orgullo y el desorden. “Miguel y sus ángeles combatieron
con el Dragón. También el Dragón y sus Ángeles combatieron” (Ap 12, 7).
Satanás,
lleno de orgullo y “obstinado en su pecado” 13, “arrastró la tercera parte”(Ap
12, 4) de los espíritus angélicos, hundiéndolos consigo en las tinieblas
eternas de la rebelión.
Pero no
prevalecieron, ni hubo más lugar para ellos en el cielo. Ese gran dragón, que
se llama demonio y Satanás, fue precipitado junto a sus ángeles (Ap 12, 8-9) en
los abismos tenebrosos del infierno (Pe 2, 4).
Un inmenso
clamor llenó el universo: “¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la
Aurora! ¡Ha sido precipitada al infierno tu arrogancia!” (Is 14, 11-12).
Y mientras
el serafín rebelde era visto “caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18) y ser
condenado al fuego inextinguible, “preparado para el Diablo y sus ángeles” (Mt
25, 41), san Miguel era elevado por el rey eterno a la cima de la jerarquía de
los ángeles fieles y se convertía en el “gloriosísimo príncipe de la milicia
celestial”, como lo designa la liturgia de la Santa Iglesia Católica.
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